Luis Rivas
París, 10 abr (Sputnik).- La
pandemia que asola al mundo supone el mayor golpe a la que en su día algunos
celebraron como la "globalización feliz". Un virus ha hecho revivir
el concepto de nación como refugio y como marco de respuesta a la crisis.
El Covid-19 ha destrozado el
sueño de un gobierno mundial. A la hora de responder a la batalla contra la
enfermedad, las organizaciones como la ONU, la OMC, el G-7, el G-20, la UE o
cualquier otro acrónimo que designe a organismos internacionales han sido
dejadas de lado para dar paso a las banderas nacionales y a la búsqueda de
remedios desempolvando pasaportes y llamadas a la soberanía.
La guerra de las máscaras es la
evidencia gráfica de la mascarada que ha puesto de manifiesto la fragilidad de
la "sociedad abierta" que con el ánimo de convertir al planeta en un
único e inmenso mercado, donde las diferencias nacionales se iban a diluir como
una herencia apestosa del pasado.
"Dejar nuestra alimentación,
nuestra protección, nuestra capacidad sanitaria, nuestro modo de vida, en suma,
en manos de otros, es una locura". Quien así se expresa es el presidente
francés, Emmanuel Macron, uno de los principales adalides del mundo abierto y
globalizado, del movimiento permanente y sin fronteras, de las sociedades sin
cultura propia. Nadie puede ahora estar en contra de sus palabras, pero han
sido necesarios miles de muertos para repensar la vía que parecía inexorable
hasta hace solo dos meses.
PRODUCIR EN LA NACIÓN
"Reducir la dependencia y
producir en suelo nacional". "Sin soberanía tecnológica no existe la
soberanía política". Son algunos de los lemas que se pueden escuchar ahora
de labios de líderes de algunos países europeos, que un día decidieron que la
industrialización formaba ya parte de la historia del siglo XX.
Deslocalizar fue la política a la
moda durante más de una década. Cerrar industrias y trasladar la producción a
países con mano de obra más barata y -en la mayoría de los casos, sin las
exigencias sindicales y sociales requeridas en los países de origen- dan como
resultado que en la Europa, que se considera potencia mundial, los
medicamentos, los respiradores, los tapabocas o el gel desinfectante están
fabricados a miles de kilómetros y hay que recurrir al atraco, a la
requisición, o a las mafias para frenar el número de muertos nacionales.
DESGLOBALIZAR Y RELOCALIZAR
La fiesta del librecambismo,
haciendo abstracción de las diferentes normas de producción, sanitarias o
higiénicas, ha recibido un severo choque que implica el retorno a la nación, a
valorar lo local y a la importancia de la soberanía.
Desglobalizar y relocalizar se
convierten en objetivos de políticos que hasta ahora han aplicado reformas en
sentido contrario. La hecatombe de muertos dispara las declaraciones
compungidas, pero está por ver si una vez pasada la crisis, con el verano
europeo entre medias, el mea culpa coyuntural se transformará en hechos.
El consumidor europeo deberá
también darse cuenta de que, si quiere volver a consumir productos "made
in su país", deberá pagar más por ello. Mantener el Estado Providencia es
caro y la responsabilidad no es solo de políticos y empresarios.
"El nacionalismo es la
guerra", manifestó en su día el expresidente francés François Mitterrand.
Algunos siguen interpretando esas palabras, pronunciadas en pleno acercamiento
francoalemán y, por lo tanto, aplicadas a un contexto concreto, como una vacuna
contra los sentimientos de orgullo y defensa de la historia, de la cultura y
las raíces que consolidan una nación.
"Nacionalismo no es
tribalismo", responde por su parte, el intelectual francés, Regis Debray,
autor entre muchos libros de "Elogio de las fronteras". El
"sinfronterismo" es la ideología que se incluye en el paquete de la
globalización feliz, un elemento indispensable para permitir el paso de
personas y, especialmente, de mercancías en un mundo uniforme y sin pasado.
El nacionalismo farmacéutico y
sanitario es solo una de las consecuencias de la renuncia a la soberanía. La
victoria de Donald Trump, el Brexit, los llamados populismos de izquierda o
derecha que se instalan en el poder en Europa eran ya advertencias para una
doctrina de apertura de mercados que no quería imaginar las consecuencias.
La multiplicación de desempleados se justificaba como
paso inevitable de la transformación hacia un mundo nuevo, donde los trabajos
que se perdían en la industria serían compensados por los creados por las
nuevas tecnologías. Pero la cifra de desaparecidos por a causa del Covid-19 es
más difícil de aceptar. Y los muertos no son reemplazables por robots. (Sputnik
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